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El único verdugo

Fecha de publicación: 2014-05-06
El único verdugo

Hasta hace un tiempo conservé mi colección de pasaportes y credenciales de distintas épocas. Desde el niño miope, peinado a medio lado por su madre, hasta el gordo de cabellos grises y brillantes que se peina hacia atrás, pasando por el hippie flaco, de pelo largo y bigote desordenado y el tipo corpulento con gafas oscuras y cabellos rizados. “Ese niño ya no está”, pienso sin malicia. “Ni ese hippie tampoco, ni ese otro”. Sé bien que los he sido todos pero miro las fotos, me miro al espejo y siento que aquellos y este que me observa no tienen sino la mirada triste en común. Eso, digo, en cuanto a la apariencia porque los he habitado todos, como si hubiera tenido numerosas vidas o cambiado de piel; como si me hubiera puesto sus rostros de careta, uno tras otro, durante cierto tiempo hasta su disolución en el siguiente.

Pero estoy también ocupado por múltiples recuerdos y cuando no miro las fotos ni busco mi reflejo en los espejos me adentro en el pasado y me siento ahí el mismo niño de la primera credencial.

Los espejos no siempre me repiten. A veces me miro en ellos y veo a mi padre, igualito, arreglándose la corbata, echándose agua de colonia María Farina en las mejillas. A veces me busco al otro lado del vidrio y este me devuelve a mi hijo Leonardo, que guía despacito con una mano su mechón de pelo sobre la frente, mientras aguarda, uniformado y con la maleta a los pies, por el bus del colegio.

Todavía no he visto a mi nieto Marco ni al abuelo Blas, pero también he encontrado a mi madre en los primeros planos y sigo atento.

El tiempo lúdico y el de los seres amados pasa muy rápido. El de la espera en consultorios impacienta. Se percibe larguísimo. Una hora de clase cuando no has hecho la tarea es un suplicio, pendiente del profesor y su llamado al pizarrón.

Tres minutos de un bolero con la mujer de tu vida pasan volando. Media hora con ella por teléfono no es lo mismo que media hora con el asesor del banco que te cobra. Y ambos, en tiempo convencional, son la misma medida. Tenemos conciencia del tiempo, por ejemplo, cuando este nos sobra. La misma hora de avión charlada con una mujer bella es una eternidad al lado de un turista roncador.

El tiempo no es gratis. Nos da miedo perder la vida, pero no nos preocupa malgastarla de a poquito. El tiempo es un recurso no renovable. Se gasta y se va por siempre. Que el tiempo es oro, o que “time is money” lo dijo al parecer, por primera vez, Benjamin Franklin hace unos 250 años, pero la reflexión sobre el tema era ya recurrente en Séneca. El dinero puede comprarnos tiempo y el tiempo, dinero. Pero es un canje asimétrico: siempre podremos comprar más dinero con nuestro tiempo que tiempo con nuestro dinero. Podremos ser multimillonarios pero nadie vivirá doscientos años.No todavía. El único verdugo.

 

Cuando perdemos tiempo, perdemos sobre todo vida, hecha de tiempo real, ese que nos corre por dentro, rumbo al desgaste eterno.

Claro que, como dijo Oscar Wilde, vivir, lo que se dice vivir, es lo más raro que puede haber en el mundo. La mayoría de las personas apenas existe.


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