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Una persona singular (Artículo de Manuel Matamoros)

Fecha de publicación: 2015-02-09
Una persona singular (Artículo de Manuel Matamoros)

Sobre la figura del recientemente fallecido, Severino Alonso Gómez.

“Hay personas que, para bien o para mal, resultan singulares en su entorno”.

Severino Alonso Gómez, al que su índole de castellano dotó de un modo directo de expresión, cuya aspereza, incluso, nunca empañó su aguda inteligencia, fue para el sector del juego madrileño una de esas personas singulares. La honestidad con que siempre ejerció su oficio, su profesión, su pasión, distinguió su aventura empresarial. La profundidad conceptual, consecuencia del rigor con que siempre aplicó sus conocimientos, enriqueció sus desarrollos. Sus incontables horas de observación atenta y de reflexión inteligente le facilitaron un conocimiento del sector al detalle, de profundidad tal que nunca supe de alguien que pudiera bucear cerca. Severino era, definitivamente, un hombre de conceptos. Y si un concepto no le convencía de su capacidad de aportar valor a medio plazo a sus clientes, se negaba a ir más allá en su desarrollo, por más que el mundo pareciera girar contrasentido. Y en no pocas ocasiones, extinguidos los fuegos artificiales, resultó que las cenizas de la verbena venían a darle la razón.

A la calidad dedicó los esfuerzos que ahorraba en autobombo, en artificio, en ilusionismo marketiano. Otra cosa le habría reportado mejores rendimientos, seguramente. Pero Severino era, ya lo he dicho, un hombre inteligente, lo que, interesa despejar la confusión, nada tiene que ver con ser un listo.

Hombre de profundas lealtades, tantas veces traicionadas por la ingratitud, sufría un daño moral profundo con cada una de esas felonías, aunque su natural humilde, reservado, tímido incluso, y su representación de la existencia tendente a los negros, a lo depresivo, a la tristeza, no le permitiera o no le compensara expresar a quienes se las habían causado el hondo dolor de esas heridas. Es seguro, sin embargo, que ninguno de aquéllos a los que nos ha ennoblecido la amistad con que tantos años nos obsequió, se sintió nunca traicionado por él.

Trabajador infatigable, su autoexigencia era la causa de su exigencia con los demás. Constante. Obstinado, a veces hasta la contumacia, en más de una ocasión no se dejó convencer de abandonar empeños que nos parecían errores. Quizá fuera éste el rasgo más dañino de su carácter. Pero, al cabo, dañino sólo para él. Incluso cuando contribuyeran factores ajenos -aquél terco talibanismo burocrático que condicionó el peor de sus fracasos, me viene ahora a la memoria-, siempre arrostró las consecuencias de sus errores. De nuevo ese carácter de persona singular en una sociedad acostumbrada a que los errores de otros, las canalladas incluso, las paguemos entre todos.

En el pronto de su adiós, se confunde uno a sí mismo lamentando que la muerte haya hurtado a Severino esa jubilación tranquila, en su familiar Palma, a la que, valerosamente repuesto de un primer accidente vascular, declaradamente aspiraba. El leiv-motiv de su conversación había cambiado este verano. Era el del padre orgulloso de Laura y de Javier, y del prudente empresario previsor del cierre ordenado, sin causar daño a nadie, de su empresa de siempre. Mas siendo las ilusiones de la vida, la inclemente muerte no ha podido hurtarle nada. Es, me corrijo, el hurto que a quienes le queríamos nos ha hecho de él, el que lamento. Porque quien crea que nuestro sector es hoy el mismo que era ayer, no tiene corazón.

Pero quien se diga, por los años vividos, que sin Severino Alonso nuestro sector habría sido el mismo, ese lo que no tiene es cabeza.

 

 

 

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