En enero de 1962 fui con mi madre a matricularme para sexto año de bachillerato en el Liceo Nacional Marco Fidel Suárez, donde cursaba mis estudios secundarios.
Atendía la matrícula Ovidio Ochoa, a quien los alumnos apodábamos ‘Calabozo’. Era un hombre severo, adusto y gran profesor, conocedor de la física y las matemáticas. Yo no había sido todavía su alumno.
Él me preguntó: “¿Qué hace su papá?” Le respondí: “Es educador”. Me miró con una sonrisa que interpreté burlona: “¿Querrá decir maestro?”. Miré a mi mamá y le contesté: “Sí, maestro. Esa es la diferencia, mi papá es maestro, educa; y usted es profesor, transmite conocimientos”. En silencio ‘asentamos’ la matrícula y don Ovidio fue mi profesor de física.
Pude constatar su sabiduría y su pedagogía. Gran huella dejó ‘Calabozo’ en nosotros.
Ya en casa, le conté a mi papá el incidente. Sonrió y me dijo: “El profesor me hizo un elogio. Mi misión es formar niños y los jóvenes son como una cera blanda, por eso debo tener mucho cuidado para saber qué huella dejo en ellos”.
Siendo aún estudiante universitario, al dar clases en colegios de Medellín, entendí la profunda hermosura de
la profesión de educador. Ahí tenía mentes jóvenes, buscadoras, irreverentes, retadoras… Recordaba a ‘Calabozo’, guía exigente, y a mi padre, gran maestro de escuela por 45 años.
Hace apenas unas semanas celebramos el Día del Maestro. Actos públicos, representaciones teatrales y quizá un pequeño detalle para el maestro o la maestra… Ahora vemos, también, manifestaciones reivindicando sus derechos y solicitando más atención. Deberían ser mimados en la sociedad.
Son, o tendrían que serlo, formadores de presente y futuro. A ellos, los maestros, entregamos siete u ocho horas diarias, la suerte de nuestros niños y jóvenes.
Pero no ellos solos. Los padres somos los primeros maestros.
Ese bebé que llena de mimos la alcoba de la pareja, sí que es cera blanda. Desde cuando está en el vientre. Y recibe de sus primeros maestros los impactos emocionales de todo lo que pasa. Ya tendrá ese bebé quién le transmita conocimientos, pero, ¿quién lo educa, lo forma? Aristóteles expresó: “Educar la mente sin educar el corazón, no es educar”. No hablaba de otra cosa que de la inteligencia emocional, hoy tan de moda.
Necesitamos, en aulas y hogares, más maestros, más formadores, más inspiradores. Benjamín Disraeli expresó: “Lo mejor que podemos hacer por otro no es solo compartir nuestras riquezas, sino mostrarle las suyas”. Y podríamos parafrasearlo diciendo que, en nuestra labor de formadores, no es tan importante transmitir información, sino inducir a la búsqueda sobre qué hacer con ella y a quién sirve.
Mucha razón tenía Ken Robinson: “Si puedes encender la chispa de la curiosidad en un niño, con frecuencia aprenderá sin mucha ayuda”.
En nuestro quehacer diario dejamos mensajes. Nuestro actuar, nuestras reacciones emocionales no son inocuos, causan un efecto.
Aún sin quererlo, somos profesores, educadores, maestros. Vale la pena, entonces, interrogarnos: ¿Qué es un maestro?
*Ramiro Valencia Cossio, de Medellín, es abogado de la Universidad Pontificia Bolivariana, aunque no se dedica actualmente al derecho: desde enero del 2013 es presidente de la Federación de Ciclismo se dedicó al estudio de la yoga bajo la tutela del famoso Deepak Chopra. Se volvió un experto y pasó un tiempo como instructor de la teoría chopriana, escribe para varias revistas y hoy publicamos su colaboración


